LA ENTRAÑABLE HISTORIA DE LOS PATITOS DE LA CALLE LECHUGA
Es
esta una historia sencilla y hermosa, sobre el comportamiento animal, eso que
se denomina “etología”. Por los acontecimientos que seguidamente narraré vuelvo
a plantearme si los animales en general y las aves en particular, sólo tienen
eso que llamamos “instinto” o la cosa vas más allá, tal vez “sentimientos”, tal
vez “inteligencia”...
Todo
empezó en la C/ Lechuga,
de Talavera. Celestino, de APATA (Asociación Protectora de Animales de Talavera
de la
Reina) me cita en una
obra abandonada para recuperar a unos
pollos de ánade real o azulón que se hallan atrapados entre las paredes de
cemento, con dudoso porvenir. Dos amables operarios de la constructora Justo
Vázquez nos abren la puerta del recinto y pasamos dentro para la supuesta
“operación rescate”. Esto no es una cosa nueva para nosotros, todos los años
conocemos casos similares de patos silvestres que crían a su prole en edificios
en construcción o abandonados, acotados al paso, donde seguramente se sienten
más seguros ante la falta de depredadores naturales e importándolos muy poco la
mirada de los curiosos viandantes.
Los
dos operarios nos cuentan que ellos mismo descubrieron el nido con catorce
huevos y que incluso llegaron a tocar y coger a la pata que los incubaba para
contarlos, sin que emprendiera el vuelo (teniendo perfecta capacidad para
ello), esto parecía increíble, no llegaba a creérmelo, pero ellos nos lo
aseguraron, y después de lo vivido, no lo dudo en absoluto.
Ocurrió
que salieron lo pollitos del cascarón, doce en total, con tan mala fortuna que
un gato dio buena cuenta de ellos hasta dejar tan sólo a dos. Pienso en la
desesperación de la pata para defender a su prole ante el felino, que encontró
sin duda una fácil fuente alimenticia. La cuestión es que la pata y sus dos
patitos supervivientes decidieron tirarse a un foso continuo, los cimientos del
edificio rodeados de paredes de cemento a medio terminar. Allí estaban cuando
llegamos, presos, pero paseando
patosamente entre ladrillos, ferrallas y piedras.
Y
no nos quedó más remedio que tomar una decisión a Celes y a mí. ¿Que hacer? Los
patitos eran muy pequeños (cuatro días de edad) por lo que se descartaba
cogerlos para llevarlos al Tajo. Se empezó a gestar el dejarlos allí a ver si
tiraban adelante esperando que no los descubrieran los gatos (cosa improbable).
La única solución posible era trasladar a los tres hasta el río, pero la madre
volaría ¿o nó?
Celes
propuso ver el comportamiento de la madre y bajó por una escalera rudimentaria
hasta contactar con la familia patuna. Efectivamente, la hembra adulta casi se
dejaba tocar, no volaba, no se separaba de sus pequeños. Ante el panorama la
opción de trasladarlos al río tomó fuerza y decidimos bajar los dos con una red
sacadora de pesca y un transportín para perros. En el primer intento la pata
echó un vuelo alto pero corto, volviendo de inmediato junto a los pollitos, a
la segunda intentona, se dejó coger. La metimos en el transportín un poco
revolucionada y los pollitos fueron a parar, cada uno, a un bolsillo de mi
cazadora.
Se
apuntó a la aventura mi hijo Alejandro y una vez los tres en la orilla del río,
cerca del puente romano, la estrategia a seguir era que la pata no saliera
volando asustada y se desentendiera de sus hijos, por eso decidimos ponerlos
junto a la puerta enrejada para que los viera y sintiera, pero los patitos una
vez que se vieron libres corrieron como demonios hasta un espadañal cercano,
imposibles de recuperar. La cosa empezaba mal.
Algo
decepcionados, sólo quedaba la esperanza de que la pata, una vez libre, los
encontrara tal vez atraída por sus reclamos, pero no. Nos retiramos del transportín
y la pata salió tranquila y enfiló hacia el agua, pero justamente en dirección
contraria de donde se encontraban sus hijos, empezó a nadar relajada hasta que
se perdió a lo lejos entre la vegetación.
Nuestra
decepción se transformó en fracaso casi seguro y ya empezamos a especular en
que no deberíamos haber intervenido en el proceso natural de una especie, o que
tal vez más tarde regresaría al lugar para dar con ellos... el caso era
autoconsolarnos. Y de los pollitos, ni rastro, debían estar escondidos e
inmóviles entre la tupida vegetación. Y de la madre, ya nos habíamos olvidado.
Pero
ocurrió lo increíble, lo inexplicable. Cuando ya nos íbamos, en nuestra última
mirada al espadañal vimos cómo los dos pequeños hermanitos, como dos bolas de
plumón flotantes, decidieron salir a las aguas abiertas, nadando con alegría. Y
el corazón se nos encogió cuando, al instante y sin saber por donde, la pata
vino volando desde lejos para reunirse con sus dos pequeños en medio del río y
nadar todos juntos hasta la otra orilla de la ribera. Nos quedamos congelados y
felices, incrédulos de lo que habíamos visto.
¿Cómo
pudo descubrirlos desde tan larga distancia? ¡¡Que vínculos tan increíbles
seguían uniéndolos!! Fue como si una señal indetectable para nosotros se
activara para llamarse mutuamente y reencontrarse.
Es
un misterio. Uno de tantos misterios que me siguen fascinando y me hace ver a
los animales como seres vivos mucho más cercanos a nosotros de lo que creemos.
Miguel Ángel de la Cruz. 31 de marzo
de 2014.